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Claudio Benzecry: "Milei condensa el carisma del loco y el del técnico"

El sociólogo Claudio Benzecry, director de la colección Nueva Sociología Argentina de la editorial Siglo XXI, reflexiona sobre las coordenadas de este presente: cultura, globalización, mercado, producción.

Martes, 9 de Diciembre de 2025

Un chico lee a Zweig y Chéjov en una casa donde la única obligación familiar es "ser culto", escucha discusiones sobre Shostakóvich en la mesa y su infancia transcurre entre músicos, poetas y escenógrafas. Décadas después, ese mismo chico convertido en académico dirige una colección en Siglo XXI y vuelve una y otra vez al Teatro Colón, convertido en objeto de estudio y en laboratorio de preguntas. También recorre fábricas de zapatos en China y Brasil y sigue diseñadores de Manhattan por aeropuertos y ferias europeas.

Su nombre, Claudio Benzecry, se asocia a dos de sus libros más reconocidos. "El fanático de la ópera. Etnografía de una obsesión", publicado en inglés en 2011 por University of Chicago Press y traducido poco después al castellano. El texto obtuvo el Premio Mary Douglas al mejor libro de sociología de la cultura y una mención honorífica del Distinguished Book Award de la American Sociological Association. "The Perfect Fit. Creative Work in the Global Shoe Industry", publicado en 2022, fue el resultado de cinco años de trabajo de campo que reconstruyen cómo se imagina, se dibuja, se desarrolla y se produce un zapato de mujer entre Estados Unidos, Europa, Brasil y China. 

Entre ambos libros, y como forma de ordenar sus preocupaciones teóricas, editó junto con Mónika Krause e Isaac Ariail Reed el volumen "Social Theory Now". Benzecry fue también nombrado profesor en Estudios de la Comunicación y de Sociología en Northwestern y desde 2019 coedita la revista Qualitative Sociology.

Como director de "Nueva Sociología Argentina" (NSA), se pregunta por este presente. "Para mí la buena sociología está en la pregunta. Y tiene que ser una que valga la pena para alguien más que para otro sociólogo". En poco más de una década, se volvió un catálogo de referencia para entender el país con títulos a cargo de Mariana Gené, Mariana Heredia, Joaquín Linne, Ezequiel Zaferstein, entre otros.

A Benzecry le importa una sociología que salga al mundo, que busque lectores. Por eso le preocupaba que las tesis doctorales quedaran en los cajones o en ediciones inconseguibles. Con ese espíritu y con el diálogo con Lucas Rubinich, referente de la sociología de la cultura, nació y se consolidó la colección.

"Los temas de la colección tienen que ver con lo cualitativo. No importa si el trabajo es de archivo, si es etnografía o entrevistas: siempre tiene que ver con cuestiones que pueda orientar. "Lo interesante es el rango medio: donde la teoría engrana con el campo, con el archivo, con la evidencia. Y a partir de ahí se conceptualiza".

El desafío de la ciencia editada es doble. Se trata de lograr que el libro sea sólido académicamente, que los especialistas del campo lo lean, lo citen, lo enseñen. Y a la vez, alcanzar más lectores. "Que el libro sea tanto para el lector de Página/12 como para el de La Nación", resume Benzecry. "Escribir académicamente no es tan difícil. Lo difícil es mantener argumentos sociológicos complejos sin que todo termine en una historia individualizada y al mismo tiempo enganchar lectores".

Para entender por qué alguien decide dedicar años a seguir fanáticos de la ópera o cadenas globales del calzado, conviene ir hacia atrás. Mucho antes de Northwestern, la vida de Benzecry estuvo rodeada de cultura de un modo casi diario. La cultura estaba en la mesa familiar con la misma naturalidad que un juego o un elemento más; cotidiana y placenteramente. "Siempre jodo con mis primas con que la única obligación familiar que teníamos, de parte de nuestra abuela del lado de mi mamá -el lado más askenazi- y de nuestras madres, era ser culto", cuenta. Su hermano Esteban, dos años mayor, es músico. 

Su abuela materna había llegado de Ucrania de chica, con su propio padre, escapando de persecuciones a finales de la década de 1910. Ese bisabuelo vino a trabajar en la construcción de vías de tren hacia el Chaco y el Impenetrable. La abuela se casó dos veces: primero con un poeta que murió enseguida; después con quien sería el abuelo de Claudio, empresario de teatro ídish. Él también murió joven, pero su hermano siguió como uno de los grandes empresarios del teatro ídish en la Argentina.

Del lado paterno, la historia toma otro camino. La familia venía del Marruecos español y había llegado a San Luis como comerciantes. "Traían cosas de Europa y se instalaron en Villa Mercedes. Una parte de la familia se fue a Manaos durante la fiebre del caucho", explica.

Su padre, Mario, el menor de siete hermanos, empezó a tocar el violín casi por accidente, como acompañante de unas hermanas que estudiaban piano. Incluso se anotó en Arquitectura, bajo la presión familiar para que abandonara la música, aunque el talento y el deseo pesaron más. "Cuando se casó con mi mamá, ellos se fueron a vivir a Europa con mi padre como becario", reconstruye Claudio.

Vivieron años en París y en otros circuitos europeos de la música clásica. Cuando Claudio nació, sus padres residían en Nueva York: Mario era asistente de la Filarmónica. Pero la madre decidió que naciera en Buenos Aires, aunque al mes y medio volvieron en un barco hacia Europa. 

Cierto nomadismo marca la itinerancia de la vida de Benzecry. En 1975 la familia regresó a la Argentina. En esa nueva vida porteña, la figura central fue la abuela ucraniana, única abuela viva para Claudio y su hermano. Los cuidaba, los llenaba de libros. "Mi primera herencia fue una biblioteca", dice. Esa crianza también estuvo atravesada por el trabajo del padre como director de orquesta. 

Mientras tanto, la madre, Ethel Lilia -"Titina" para casi todos- descubría que el círculo de amistades que la había rodeado en Europa incluía artistas de primera línea: Alberto Lysy, Ana Chumachenco, Nicolás Chumachenco, Oscar Lysy y Luis Ascot. El Teatro Colón y el Mozarteum los traían a tocar. Ella empezó a organizarles conciertos, festivales, giras. Se convirtió en representante de "lo mejor" de los músicos argentinos en Europa. Luego gerenció la Orquesta de Mayo.

En esa casa se leía todo el tiempo y se veía toda la televisión que se quisiera. "La cultura trash de mi infancia es envidiable", se ríe. En la adolescencia Claudio entró al Nacional Buenos Aires. 

Y el paso formal por la universidad empezó en Ciencia Política en la UBA. La deriva que terminó llevándolo a la sociología de la cultura se produjo casi al final de la carrera. En el último año empezó a cursar materias optativas. Después hizo un año entero en Sociología y ahí entró en la cátedra de Ricardo Sidicaro -referente de la sociología histórica y del Estado en la Argentina- y en el taller de Mario Margulis -figura central de la sociología de la cultura-. Conoció a Lucas Rubinich y se convirtió en su ayudante en Sociología de los Intelectuales y la Literatura. 

Más tarde llegó la maestría en Análisis Cultural en la UNSAM, en el Instituto de Altos Estudios Sociales (IDAES). 

"El fanático de la ópera" -el proyecto sobre los "barrabravas" del Teatro Colón- nació casi de rebote, como trabajo práctico para una materia de José Emilio Burucúa donde se aprendía a armar pequeños proyectos de investigación. "Me dijo: "Claudio, tenés que hacer esto". Él lo vio mucho antes que yo".

Así comenzó la escritura de ese libro. 

La decisión de irse a hacer el doctorado en Sociología a la Universidad de Nueva York (NYU) terminó de sellar ese giro hacia la sociología de la cultura. 

Todo su recorrido académico, entre distintas universidades norteamericanas, convive con una vida musical que nunca desapareció del todo, aunque adoptó otras formas.

El pulso que recorre la obra de Benzecry es etnográfico. Desde el comienzo, su trabajo se organizó alrededor de una obsesión por la vida de los otros. "Hay una parte que tiene un costado personal", admite. "Se vive una sola vida. Practico yoga en un centro budista desde hace muchos años, la vida es una sóla y la etnografía conecta con el momento presente. Además, existe algo en habitar, por un rato, los zapatos de otra persona. Ahí aparece una forma de aprender y de mirar". Su impronta transmite calidez, ganas de charlar, algo de esa serenidad que describe como camino para la profundidad. Pareciera que Benzecry disfruta de la vida que ha construido, siempre con otros. 

Pareciera que Benzecry disfruta de la vida que ha construido, siempre con otros. 

En "El fanático de la ópera", esa curiosidad nace de algo cercano, viniendo de una familia donde lo único de lo que se hablaba era música, la ópera no tenía nada de mágico. Lo que lo fascinó fue empezar a encontrar fanáticos con los que aprender qué había de extraordinario en ese mundo, qué significaba el disfrute. La etnografía, en ese sentido, habilitaba una forma de trascendencia laica: vivir vicariamente en la experiencia ajena.

Desde lo alto del Colón, Claudio Benzecry reconstruye el mundo íntimo de quienes viven la ópera como una forma de vida en una Buenos Aires atravesada por la crisis económica nacional, aunque todavía llena de rituales culturales. Sigue sus recorridos personales, sus primeros deslumbramientos, los códigos de la parte alta del teatro, las discusiones por una butaca y las lágrimas que vuelven en cada función. Contra la lectura clásica de la distinción social, desplaza la mirada hacia algo más hondo: el modo en que una pasión puede ordenar una existencia entera. "Este libro se concentra en el carácter afectivo del apego a la ópera y en cómo permite inventar un sentido dentro de la propia vida", escribe Benzecry.

El autor desarma la fantasía de la ópera como lujo de ricos y la muestra como un rito compartido por "clase media y media baja", que hacen cuentas finas para seguir subiendo esas escaleras.

La conclusión no se apoya en la nostalgia por la alta cultura. Se apoya en la descripción de una maquinaria de dedicación que articula cuerpos, tiempo, dinero y memoria. Los fanáticos no solo consumen arte: fabrican, función tras función, un "hogar para el sentido" en un país que se mueve entre crisis y expectativas rotas. La ópera se vuelve "su propia canción privada" con una intensidad que persiste.

Los fanáticos no solo consumen arte: fabrican, función tras función, un "hogar para el sentido" en un país que se mueve entre crisis y expectativas rotas.

El proyecto siguiente, el de los zapatos, "The Perfect Fit", también empezó desde el cruce entre la vida y el proyecto intelectual, en bucear sobre el interés en el modo en que se conjugan diseño y producción, idea y objeto, lo inmaterial y lo material. 

La mayor parte del trabajo de campo en China y Brasil lo hizo fascinado por esa vida de otros: técnicos brasileños en fábricas chinas, modelos de calce, agentes, "office girls" que sostienen el día a día de proyectos que jamás firmarán. De ahí nace "The Perfect Fit". Seis viajes a China, en junio y diciembre de cuatro años distintos, más estancias en el sur de Brasil y trabajo con equipos de diseño en Nueva York. 

Descubrió que el diseño derrumba la fantasía de que la globalización funciona como una cadena lineal: no se trata de que en un lugar se concentra el conocimiento y en otro se aprietan botones. Lo que encontró fue otra cosa: artesanado de escala global, saberes encarnados, traspaso de conocimiento cara a cara.

El libro sigue trayectorias de personas y materiales: diseñadoras en Manhattan obsesionadas con lo que usan las chicas en Brooklyn, técnicos brasileños en el delta del Río Perla que se enojan cuando un diseñador no distingue un talle italiano 37 de un 6 americano, desarrolladores taiwaneses que intentan reproducir en materiales más baratos el trabajo que acaban de hacer para una marca cara. Lo que comparten es una mirada en la que se saben complementarios de otros agentes a los que necesitan coordinar, aún cuando cada uno se imagina como "la" pieza clave del proceso.

En términos teóricos, el libro trabaja además como una autopsia de la globalización. Por su parte, cuando estalló la pandemia y los barcos dejaron de llegar a tiempo, muchos gobiernos fantasearon con "traer de vuelta" la producción a Estados Unidos. Benzecry sabe que no es tan simple. "Se fueron hace cuarenta años", dice. "No es que se fueron a China hace diez o veinte, como considera incluso Bernie Sanders. La fantasía de que, porque suben los aranceles, todo vuelve de cero no funciona. Lo que ocurre es un corrimiento. Se apaga una luz y se prende otra en el tablero. Ningún lugar empieza de cero".

"The Perfect Fit": seis viajes a China, tres continentes y una revelación -la globalización se sostiene en un artesanado global hecho de saberes encarnados y coordinaciones invisibles.

A Benzecry lo obsesiona el efecto de las cosas, sus impactos y todo su recorrido puede leerse como la apuesta por salir de los lugares comunes de la sociología. En ese sentido, lo que le incomoda de cierta lectura de Bourdieu, sobre todo en Estados Unidos, es el corrimiento hacia una sociología que convierte toda práctica en un cálculo instrumental. Y lo que le preocupa de cierta sociología norteamericana más reciente es un desplazamiento hacia explicaciones lineales, muchas veces obsesionadas con la nominación. "En Estados Unidos todo es declaración", dice. "Desde las citas amorosas hasta la política. Se cree que, si se cambia el nombre de las cosas, si se pasa a decir "afroamericano", el mundo se acomoda. Y la nominación sola no alcanza".

Su trayectoria funciona como recordatorio de que, aún en un campo obsesionado con la distinción, como diría Pierre Bourdieu, sigue existiendo un margen para la trascendencia, para aquello que no se canjea. Tal vez sea ése el hilo que une a los fanáticos del Colón con los técnicos que miden calces en el sur de China y las diseñadoras que pasan la madrugada corrigiendo líneas de un zapato en Manhattan: la obstinación por hacer algo que tenga sentido más allá de la contabilidad de puntos y premios. En esa combinación de obsesiones -la ópera, los zapatos, la etnografía, la teoría- Claudio Benzecry armó una carrera que, vista en perspectiva, parece responder a una lógica clara. Aunque él siga desconfiando de las teorías que lo explican todo, incluso las biografías propias. 

"Sabemos por qué los zapatos son baratos, pero casi nada sobre cómo se vuelven bellos", escribe Benzecry. 

-En tu último libro "The perfect fit" escribís: "Quiero empezar este libro escribiendo: globalización, punto". ¿Dónde ubicarías hoy a la Argentina en esa frase tuya?

-Lo interesante de cómo se piensa en Argentina la globalización es que se la concibe sin atender a ninguna de las dimensiones de logística e infraestructura. Como si las cosas ocurrieran sin que exista una trama previa. Por decirlo de alguna manera: si se anunciara una política de promoción industrial para toda la gente que hace software o produce para mercados externos -y hay muchísima, en San Luis y en otros lugares-, sería buenísimo. Porque ahí hay una ventaja comparativa. Es una industria chica que ya existe, con know-how, y se trata de hacerla crecer. Pero la lógica de "exportemos mentes y destruyamos todo lo demás" es casi lo opuesto de lo que se observa en China.

En Argentina también abundan los pequeños talleres textiles que producen para marcas locales -para las marcas destacadas de Argentina como Cheeky- aunque esas marcas no pueden competir de ninguna manera. En parte porque, por suerte, el costo laboral argentino no es el de esos países asiáticos. Y por otro lado porque esos países subsidian la producción. El Estado chino es dueño del 50% de todas las empresas. El modelo de globalización de China es "super exitoso", aunque, es el de un Estado burocrático autoritario, que exporta todo. Y hoy controla parte de África y parte de los países andinos. Lo que hizo China fue intercambiar infraestructura por acceso.

Pensar la globalización únicamente como "qué divertido, por Internet se ve de todo, comprás en Shein y llega sin problemas" es insuficiente. Me parecía importante pensar que la escala es algo que mantiene, repara y construye estructuras. No es solamente "lo global". Y un gobierno como el de Milei, que se dedica a destruir toda la infraestructura preexistente, también destruye la capacidad de contralor: de vacunas, de automóviles, de lo que sea. 

La idea de que el mercado es libre y no existen controles no existe en ningún lado. En Estados Unidos, en muchísimos estados, se liberalizó la compra de marihuana no médica. Y en Nueva York se entra a locales que venden marihuana que parecen el Apple Store de lo lindos que son. Pero no se inventa nada: está hiperestandarizado. La idea de que acá un producto va a funcionar mejor porque no habrá ningún control es increíble. Una locura. 

Cualquier historia del capitalismo -sobre todo después de la fase inicial inglesa- muestra que el capitalismo estuvo atado a Estados que promovieron esa acumulación y que financiaron y subsidiaron de distintas maneras al sector privado.

-En el libro sintetizás dos grandes marcos teóricos: "Los estudiosos del capitalismo han señalado la tensión entre el carácter material e inmaterial de la producción, el efecto homogeneizador de producir para un mercado masivo, y cómo procedimientos como el branding (...) generan alienación y ocultan las verdaderas relaciones de producción detrás de la mercancía". Al mismo tiempo retomás a Kopytoff, Appadurai y otros para mostrar cómo esos objetos masivos pueden producir "singularización". ¿Cómo pensás hoy ese doble carácter de los bienes culturales?

-Siempre la crítica al capitalismo apuntó, en última instancia, a esa tensión. Históricamente se pensó al capitalismo como la producción de las mismas cosas para muchos. Ahora hay algo de la promesa -bien norteamericana- de que todo en la vida va a ser especial y único. Y ahí aparece otra paradoja: se denuncia la homogenización y, al mismo tiempo, se reclama esa singularidad. Y uno de los lugares donde se observa eso con claridad es en las plataformas y en los algoritmos.

Los algoritmos son máquinas para aplanar una diversidad inmanejable. Al mismo tiempo son necesarios: organizan el caos. Se promete singularidad: a fin de año le llega un mensaje del pianista favorito a una persona, quien le agradece por ser uno de sus fans más relevantes. Pero esa singularización es parte del mecanismo. El algoritmo también homogeneiza.

El algoritmo predice el futuro a partir de patrones. Todo el tiempo se trata de una operación matemática: predecir comportamientos futuros a partir de afinidades. Con la idea implícita de que se es idéntico a muchos otros. Y, con el correr del tiempo, el algoritmo se vuelve aburrido: ofrece siempre las mismas cinco cosas. Ya se conoce todo, no hay ganas de explorar. Esa es la paradoja: se promete singularización, pero la única manera de estabilizar el sistema es aplanando.

-Una frase para subrayar: "Sabemos por qué los zapatos son baratos, pero casi nada sobre cómo se vuelven bellos".

-A mí me parecía que había algo medio zonzo en cierta mirada, ligada a esa idea del capitalismo únicamente como productor de cosas baratas y fáciles. Obviamente son baratas, aunque resultan casi tan lindas como las que cuestan tres veces más. Eso aparece en casi todas las industrias, a esta altura.

Al mismo tiempo, se superponen distintos niveles de mercado, diferentes usos, lo que hacen las diseñadoras con lo que hace la gente, y así sucesivamente. Dentro de ese circuito, me parecía que había una especie de supuesto, ese tono de "no se puede creer que sigan comprando cosas hechas en Guatemala". Es un poco como dejar de comer comida industrial: ¿cuánta plata hace falta para sostener durante un mes la decisión de no comprar en el supermercado y consumir sólo comida no procesada, hecha por cooperativas? Es caro. El capitalismo lo que hizo fue abaratar los costos de casi todo.

-"La paradoja sobre las personas que no se interesan por la moda es que, cuanto menos les importa, más dependen de los sistemas expertos de la moda", has señalado.

-En una conferencia alguien dijo: "A mí nada de esto me importa". Era un profesor marxista, bastante veterano, que se hacía el canchero. Le pregunté qué marca llevaba puesta, cuándo había comprado esa ropa y por qué había elegido ese color. Le aclaré que no buscaba incomodarlo, aunque en realidad era el ejemplo perfecto de todo el trabajo de acumulación de expertise que otros realizan en lugar suyo.

Pasaba algo parecido cuando entraba a Target, esa megacadena estadounidense que también tiene un sector de moda. Muchas marcas deciden lanzar una línea específica para Target: producción pequeña, muy barata. Esa línea igual tiene que verse tan linda como la que va al mercado mediano, masivo, de US$ 100 el par, que a su vez busca parecerse al mercado de US$ 500 a US$ 2.000 el par. Existen asociaciones con ciertas marcas o ciertos productos que se construyen y se sostienen en el tiempo, como ocurre con otros bienes culturales. Me parecía importante señalar esto en el proceso.

También porque la lógica del libro no fue ir a buscar la explotación, sino partir de algo que aparece en boca de muchos de los entrevistados: el zapato es un objeto que se hace entre muchas personas. Cuando explicaba que el interés estaba puesto en entender su trabajo, y no en denunciarlos, se abría otra puerta. Ese enfoque permitió acceder al detrás de escena de una manera que hubiera sido imposible con la consigna: "Quiero mostrar cómo el capitalismo destruye el sur de Brasil". Y, sin embargo, esa destrucción aparece igual.

-En El fanático de la ópera señalás que en Buenos Aires los aficionados pertenecen a distintos estratos, en un contexto de movilidad hacia abajo muy extendida, y que "en cierta medida, el de Buenos Aires es un caso de apego a la ópera más puro que cualquier otro". Con una Argentina de movilidad social descendente, clase media empobrecida y nuevas formas de precariedad, ¿hay algo que la política argentina -incluido el gobierno actual- no está leyendo sobre esa necesidad de experiencias compartidas?

-Sí. Igual, en esta parte casi que hago una sociología barata del público amateur a partir de lo que veo por mi padre (director de orquesta). En la actualidad, está lleno de gente que va al conservatorio. En la orquesta juvenil, por ejemplo, aparece gente que peina más canas que yo, que sigue yendo porque esa fue siempre su cultura, y al mismo tiempo hay mucha gente joven que se acerca porque un primo toca en la orquesta y hay que ir a escucharlo, o porque está saliendo con alguien que toca el cello, o porque alguna vez pasó por la avenida, salió del Colón y la música le quedó dando vueltas.

Cuanto más chico es el formato y menos "groso", menos simbólicamente central, más gente se anima a ir a un concierto. En ese sentido hay algo que viene de una historia clara de cultura extendida. Obviamente todo esto sigue siendo una isla frente al desastre, aunque para el público de música clásica resulta impresionante la cantidad de actividad y de público. Eso también se explica por los precios: no son entradas caras, salvo las del Colón y los lugares más exclusivos. Y porque hay mucha gente joven que entra con ganas de dedicarse a eso, aunque después no se sepa cómo terminará esa carrera. Eso genera una masa crítica de gente y una cantidad de orquestas enorme.

No fue mérito del gobierno actual, obviamente, aunque en su momento hasta el gobierno de la Ciudad tuvo una orquesta de las villas, que después se desarmó. Ahí aparece algo interesante: no necesariamente se trata de "los chicos más pobres", como en el modelo clásico de movilidad social, aunque la Provincia de Buenos Aires sí tiene un sistema de orquestas juveniles con algunas orquestas faro, como la de Chascomús. Y en partidos donde la representación dominante en los medios es "los jóvenes se matan entre ellos", existen orquestas de sesenta pibes. De la mano de esas orquestas aparecen familias que intentan pensar esto como en el proyecto venezolano: se arma una orquesta en un pueblo perdido de los Andes, al principio estudian todos los pibes, después algunos no terminan como músicos sino como copistas, luthiers, secretarios técnicos. Y al mismo tiempo se da algo muy concreto: "mi nene toca el violín", y esa familia va a escuchar un concierto de Tchaikovsky aunque nadie sepa muy bien quién fue Tchaikovsky.

Ahí hay algo que no se estudia ni se piensa lo suficiente. Argentina sostiene una cultura de taller y de conservatorio que no depende tanto de los gobiernos y que genera una infraestructura por abajo. Alguien que vuelve a Buenos Aires, en realidad, no apuesta a una versión menor de Nueva York. Lo que tiene Buenos Aires es un circuito de teatro y de música independiente en espacios pequeños, aunque no por eso menos profesional ni de menor calidad, que en Nueva York no existe.

Hay una vida cultural increíble. Existe la Universidad Nacional de las Artes (UNA), hay conservatorios de teatro, pero además hay cientos de maestros y maestras. Eso arma una trama organizacional de cultura gigante, producida desde abajo.

Algo parecido pasa con las galerías de arte. El circuito de Paternal, Chacarita, Parque Patricios se arma cuando artistas que se mudaron ahí y que nadie exponía, sin plata ni mercado, deciden abrir su propia galería. Primero abre una, después un colega se da cuenta de que también puede hacerlo, se le pasa un poco de know-how, el asistente joven aprende cómo funciona todo y en un momento quiere empezar algo propio. 

Así nace una infraestructura cultural muy sólida, trabajada desde abajo. 

Más adelante aparecen los sellos de política pública. Por ejemplo, en el caso de la moda, el crecimiento habría sido mucho más limitado sin el Distrito Moda y otras medidas afines del macrismo. El kirchnerismo, a nivel nacional, impulsó el desarrollo cultural con bibliotecas, orquestas, universidades, conservatorios. Eso todavía existe. La pregunta es cuántas generaciones más va a durar: si esto es el eco de una experiencia pasada de cultura letrada que sigue circulando, o si es la última capa de ese sedimento.

Al mismo tiempo hay señales de que no se agota. Los teatros explotan, las salas se llenan. El público mezcla gente de veintitantos con gente de sesenta. Esa necesidad de experiencias compartidas sigue ahí. La política, en general, no la mira demasiado.

Carlos Pagni lo miran mis amigos sociólogos y lo lee mi viejo. No está nada claro que un pibe de 25 años vaya a votar por lo que dice Pagni. La mediación del influencer, o del canal de streaming tipo Gelatina, es una mediación mucho más afectiva y personalizada. Es la experiencia de pensarse parte de un grupo, con un tono distinto en el que se llama a los conductores por su nombre: Pedro, Marcos. Ese siempre fue el modelo de la televisión y la radio, y en la política también estuvo presente, aunque con otras formas: el líder carismático o el tecnócrata que venía a resolverlo todo.

Existía el carisma de Cavallo o el de De la Rúa, quien no tenía carisma propio, aunque sí el carisma del mago técnico. Ahora el panorama es más raro. Sturzenegger, en buena parte, genera rechazo; no tiene carisma. Milei, en cambio, condensa el carisma del loco y el carisma del técnico. A largo plazo no se sabe bien qué produce esa combinación.

Ahí aparece el viejo problema weberiano de la sucesión del carisma. Néstor fue muy carismático, Cristina también, de otra manera. Máximo, en cambio, es un cuatro de copas. La pregunta por la sucesión del carisma es complicada.

-¿Y qué pasa con Kicillof?

-No se sabe del todo. Kicillof no parece un gran orador. Tiene una ventaja evidente: es rubio, blanquito. Eso le permite, en parte, atraer a sectores peronistas y a sectores gorilas. Aunque al mismo tiempo tiene un techo. Lo llamativo es que, siendo un economista muy serio y bastante respetado, no se lo percibe con el "carisma técnico" que sí se atribuye a Milei. 

-No lo consideran como un líder con carisma técnico. ¿Y cómo lo ven a Kicillof?

-En la provincia Kicillof es alguien que forma parte del peronismo, sigue al movimiento, es "el mejor candidato que hay" y se vota. No está tan claro el motivo por el cual la gente lo vota. En su momento apostó a una estrategia muy De la Rúa, muy Alfonsín, muy Illia: subirse al autito, mostrarse austero, modesto. Esa pose rinde, aunque hasta cierto punto. 

-En "El fanático de la ópera" describís la casa de Adelaida Negri, quien aparece posando "junto a quienes la financian (por ejemplo, Amalia Lacroze de Fortabat, una de las mayores benefactoras del Colón y ex presidenta del Fondo Nacional de las Artes)". ¿Hacen falta más figuras con un compromiso sostenido, como el que apuntás en el caso de Fortabat?

-No se puede esperar sólo eso. En la financiación de la cultura conviene que haya más dinero privado, más dinero público y, además, un reconocimiento de la infraestructura que ya existe en lugar de arrasarla. En vez de avanzar contra el INCAA, la pregunta podría ser cómo logra un país como la Argentina estrenar cuarenta películas al año, con siete u ocho de calidad artística indiscutible. Después aparecen otras que no funcionan -como pasa en cualquier ámbito- y otras más orientadas a plataformas, que las hace Suar -y no lo digo en tono despectivo- y que convocan a un público más amplio. A veces rinden, a veces no, y en algunas ocasiones resultan muy buenas dentro de ese registro más amplio.

El problema aparece más cuando existe un único jugador que financia, como Netflix en el caso de las películas. Ahí sí surge un problema, porque empieza a imponer condiciones: condiciona el contenido, los formatos, qué actor se contrata, cuán dinámica tiene que ser la trama, cuánto tiempo puede estar en cine y cuándo tiene que pasar a plataforma. Cuando hay más variaciones, cuando hay más actores, la cosa se abre. En muchos casos lo que existe son montones de circuitos de gente que hace todo esto de manera amateur, no remunerada, y eso después se va filtrando hacia otros lados.

"El problema aparece más cuando existe un único jugador que financia, como Netflix en el caso de las películas", sostiene Benzecry. 

-Aunque persista la imagen de un público del Colón homogéneo y de clase alta, "el público plebeyo ha sido desde hace tiempo parte de la audiencia de este teatro". A la luz de esa idea, ¿cómo leés hoy que el presidente -un "amante confeso" de la ópera- sea alguien que se presenta políticamente como outsider y plebeyo?

-Es muy interesante. Milei no se formó en música clásica en el sentido tradicional, no se crió en un ambiente de élite. Cuando arranca la trayectoria familiar, el padre empieza como colectivero. Es otra trayectoria. Y ahí aparece lo que decía antes sobre los entramados: lo importante es la infraestructura preexistente que permite ocupar ese lugar. Por eso Milei da bronca. No es el primero que se apoya en eso. Lo mismo pasó con Menem, lo mismo con la dictadura.

Argentina, hasta 1976, con el comienzo de la dictadura, atravesó distintos ciclos, aunque durante unos cien años construyó instituciones: hospital público, escuela pública, rutas nacionales, el ACA. Cualquier cosa que se pensara a mediados de los setenta aparecía, directa o indirectamente, sostenida por la infraestructura de un Estado que fue armando esas condiciones. Cuando eso se destruye, se destruye un siglo de construcción.

Ahora la economía depende de la soja y el petróleo. Si nadie invierte en rutas, no se puede vivir de la soja y el petróleo. De algún modo esos productos tienen que llegar a los puertos, el petróleo tiene que refinarse. El sector privado sólo se concentra en la extracción y en la ganancia a corto plazo y no en construir un país. Si el Estado no invierte la receta se vuelve problemática. 

Eso remite a una publicidad española muy conocida en la que un influencer dice que "se hizo solo" y el spot le recuerda que llegó hasta ahí porque hubo un Estado detrás: escuela pública, hospital público, vacunación pública. Ahí es donde Milei se equivoca históricamente. 

Pensar la experiencia de Milei como si fuese el resultado de un individuo aislado es desconocer toda esa trama. Chacarita, por ejemplo, ¿qué es? Un club de fútbol surgido de una formación asociativa. Esos clubes se arman en la década del diez o del veinte con gente del barrio ligada a la iglesia, a grupos socialistas, a grupos anarquistas. Detrás de cada trayectoria individual aparece la historia de lo que "hizo posible" esa trayectoria: una trama organizativa, social, cooperativa, que no es sólo estatal.

Los libros clásicos de Sarlo, los trabajos sobre modernidad argentina temprana, muestran una y otra vez un Estado que recibe, pero también grupos que se organizan de maneras distintas y producen cosas con eso. Las galerías de arte actuales de pibes de La Plata o de Parque Patricios son herederas, en algún sentido, de las ediciones baratas de Arlt. Es el mismo proceso: pibes que fueron a la escuela pública, que después entran en la Universidad de La Plata, en la UBA, y ahora también en General Sarmiento, San Martín, Jauretche. 

Que Milei se presente como outsider es parte del problema.