Un "Elon Musk imaginario", que añora el puesto perdido, entre los afectos y la administración de Trump...
Querido mundo, Es el año terrestre 2050. Escribo estas letras desde Marte, dónde hui hace un cuarto de siglo tras fracasar en el intento de salvar la humanidad, a coste de perder mi corazón. Lo hago para rendir cuentas con mi Dios, con mis hijos y con la especie a la que una vez me entregué. Pero también para explicarme a mí mismo cómo fue que el gran amor de mi vida acabó tan mal.
Sí, porque finalmente he entendido, en el lecho de la muerte, con mis tanques de oxígeno casi vacíos, que lo único que realmente importa es el amor. ¿Los Tesla? ¿Starlink? ¿Los cohetes? ¿Twitter X, la tribuna desde que prediqué mi evangelio? ¡Bah! Hoy no significan nada para mí, tan cerca de cumplir los 80 años, tan lejos del mundanal ruido. Lo hubiera sacrificado todo, todo y más, si a cambio la pasión que viví con Donald hubiera perdurado. Sí. ¡Ahí, ahí! Ahí está la cuestión. ¿Cómo hacer que el amor perdure?
No fue un flechazo lo nuestro. Compartíamos gustos, eso sí. Los Big Mac, los donuts, la lucha libre. Y me gustaba que fuese alto, como yo, pero por lo demás no me atraía. Su cutis naranja, su pelo de paja, su incipiente obesidad: no, no eran lo mío. Pero, pero.con el tiempo algo empezó a cambiar hasta que un día se me apareció un rayo de luz y vi no solo que lo quería, sino que hervía mi corazón, que estábamos destinados a vivir un amor volcánico.
Soy un hombre de ciencia. ¿Cómo racionalizarlo? Me cuesta. Quizá estaba escrito que el hombre más rico del mundo se enamoraría del hombre más poderoso del mundo. O puede que algo tenga que ver, ahora que lo veo todo con más distancia (225 millones de kilómetros, para ser exactos), con que nos veíamos en el espejo el uno al otro.
Los dos somos personas espontáneas, sin filtros, caballos desbocados. O quizá sea que me compadecí de él. Que lo veía tan solo en el fondo, tan necesitado de calor humano. Como yo. Entendí por primera vez que más lindo que ser amado es amar, volcar todo tu ser en otra persona. Y eso fue lo que hice yo con Donald.
Amé sin frenos. Amé demasiado. Lo sacrifiqué todo por él: mi dinero y mi reputación. Y no solo por la dicha que compartimos, sino porque teníamos un proyecto. No. Más. Teníamos una misión. Una cruzada moral. Hacer que nuestra América volviese a ser grande y crear un mundo mejor. Un mundo en el que los hombres fuertes y las mentes dotadas de la raza maestra blanca tomáramos todas las decisiones, libres de la tiranía de la chusma.
Como decía Mussolini, "Todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado". Y el Estado seríamos Donald y yo. Solo quedaba el detalle de ganar las elecciones. Lo consiguió gracias a mí, a mis millones y a mis cien posts diarios en X. Me convertí en su San Pablo, su propagandista en jefe. Y, abracadabra, en enero de 2025 nos convertimos en copresidentes de la nación. Lo celebré a su lado con lo que llamaron mi famoso gesto nazi (¿y qué? Nada de que arrepentirme) y, al día siguiente, manos a la obra.
Exterminé cientos de miles de puestos de trabajo en el funcionariado público y puse fin a la ayuda internacional. Dijeron que millones morirían en los que Donald llama los países "agujeros de mierda", especialmente bebés y niños. Yo a eso lo llamo limpieza. Purificación.
A largo plazo, hice lo que hice para el bien común. ¿No lo ven? Y Donald, lo festejaba. Declaraba desde el despacho oval, conmigo ahí vestido de negro en homenaje al gran Benito, que era un orgullo y un honor tenerme como pareja en este glorioso baile, mientras yo de pie a su lado como un centurión (¡qué días aquellos!) me inflaba de orgullo, amor, placer y satisfacción. Vivía un sueño.
¿Qué pasó? ¿Por qué duro apenas unos meses ese amor loco? Intento entenderlo desde la frialdad marciana (60 grados bajo cero como promedio anual) y reflexiono que los motivos que se postularon en su día se quedaron cortos. Que si la deuda estatal, que si las subvenciones para los coches eléctricos, que si el exceso de gasto público. OK. Sí. Algo de eso había. Pero el motivo de fondo era, como siempre cuando del amor se trata, más profundo, más emocional. Los celos. Los celos del resto de los cortesanos, todos ahí compitiendo para ver quién lamía el culo de Donald con más fervor. Veían que en ese terreno no podían competir, que su culo era mío. Y eso les mataba.
Empezaron a conspirar contra mí. Satánicos, le susurraban mentiras día y noche. Y él -porque ahora sí lo veo, y con toda claridad, que es un ignorante con la capacidad de juicio de un niño- se las creyó. Detecté que poco a poco se me alejaba. Ya no me invitaba a su habitación a comer hamburguesas McDonald's y a ver golf en la tele, cosa que me aburría pero lo soportaba para poder estar con él. Dejó de decirme cosas lindas. No. No hubo un día en el que me dijo que la relación se acabó. Como el cobarde que es me señaló sin palabras que la intimidad entre nosotros se había acabado. Yo, que soy muy sensible, lo capté y un día, puf, me fui. Pero no en silencio. No--lo confieso--no mantuve la dignidad. Alimenté el rencor.
Lo odié tanto porque lo quería tanto. A través de X, con todo el mundo como escenario, me descargué, lanzándole huracanes de insultos. Que nadie lo dudase: sus políticas eran "una repugnante abominación"; él mismo era un pederasta, posiblemente el asesino de su amigo Jeffrey Epstein; y que comenzaran los procedimientos del impeachment, para exiliarle de la Presidencia.
Y luego -lloro al recordarlo- la estocada más dolorosa. Me enteré de que había sido infiel. De que su verdadero amor, el más profundo y sincero, era el enano ruso Putin. ¿Mal gusto? No, lo siguiente. Por eso, y por mucho más, no he dejado a lo largo de estos 25 años de detestarle. Solo me consuelo con saber -y con esto, queridos amigos lejanos, me despido- que hoy todo el universo piensa igual que yo.
Saludos astrales, Elon Musk