Mundo Historia de vida

El nuevo Frankenstein: el hombre que volvió a vivir

La madrugada del 3 de diciembre de 1967, el cardiocirujano sudafricano reemplazó el corazón de un hombre de 56 años al borde de la muerte por el de una joven de 25 que acababa de fallecer en un accidente automovilístico

Miercoles, 3 de Diciembre de 2025

Louis Washkansky abrió los ojos con dificultad. Había pasado por una cirugía que nadie en el mundo había sobrevivido antes. Apenas pudo hablar, bromeó con voz rasposa: "Soy el nuevo Frankenstein". Lo decía con humor, con alivio, casi con incredulidad. 

Pero también con una gratitud profunda: el corazón que latía en su pecho ya no era el suyo, sino el de Dénise Darvall, una joven de 25 años cuya vida se había apagado en un accidente de tránsito. Su muerte -injusta, inesperada- permitió que otro ser humano pudiera volver a tener futuro. Y así, sin proponérselo, ella, su padre que aceptó donar el órgano, Louis y el cirujano Christiaan Barnard quedaron unidos para siempre en la historia del mundo. Era el 3 de diciembre de 1967, y el primer trasplante de corazón humano había sido posible.

La noticia recorrió el planeta como un temblor de esperanza. Los diarios argentinos titularon: "Se trasplantó un corazón", y el país entero siguió la historia con admiración, quizá también porque ese mismo año René Favaloro había cambiado la medicina para siempre con el bypass coronario. Pero lo que atrapó a la gente no fueron los detalles técnicos, sino el costado más humano: el drama de Washkansky, un comerciante condenado a morir; la tragedia de Dénise, atropellada junto a su madre; y la entereza de su padre, que en medio del dolor decidió donar el órgano más simbólico de todos. Tres vidas, tres destinos y una sola posibilidad: atreverse a lo imposible.

Christiaan Barnard, un médico hasta entonces desconocido, fue quien convirtió esa posibilidad en un acto real. En horas decisivas, analizó, decidió y ejecutó una operación que parecía ciencia ficción. Convenció a Washkansky y a su esposa con una metáfora tan cruda como cierta: "Si un hombre es perseguido por un león en la selva y llega al borde de un río lleno de cocodrilos, se tira al agua: sabe que quizás tenga una oportunidad". Esa madrugada, Barnard trabajó durante seis horas con un equipo de treinta personas. Entre ellas, en silencio y contra todas las normas del apartheid, estaba Hamilton Naki, un autodidacta brillante al que la ley no permitía operar por ser negro. En ese quirófano también se libraba otra batalla: la de la dignidad.

Barnard confesó años más tarde que el momento más conmovedor no fue implantar el nuevo corazón, sino retirar el de la donante. "Era un corazón humano", dijo. Un corazón joven, detenido, que sin embargo podía darle a otro hombre una oportunidad de seguir viviendo. Washkansky sobrevivió dieciocho días. Murió por una neumonía causada por los inmunosupresores, no por el órgano que lo había devuelto a la vida. Pero esos días bastaron para demostrar que lo inimaginable era posible. Su muerte no detuvo a Barnard: un mes después, con su segundo paciente, logró el primer trasplante de corazón exitoso con larga sobrevida.

A partir de entonces, el mundo se lanzó a una carrera frenética por replicar la hazaña. Hubo aciertos, errores, controversias éticas y resultados trágicos. Pero Barnard siguió adelante, convertido en una celebridad mundial. Viajó, enseñó, dio conferencias, visitó Argentina y sonrió ante los aplausos que muchos colegas le cuestionaban. Él respondía sin pudor: "Mi mayor contribución fue mostrar que los cirujanos también somos seres humanos".

Décadas después, cuando la artritis le quitó la precisión del bisturí, dejó de operar. Murió en 2001, a los 78 años, lejos del quirófano que lo había transformado en mito. Su vida fue compleja, polémica, intensa. Pero algo permanece incólume: él abrió una puerta que desde entonces nunca volvió a cerrarse.