Conoció el éxito de manera precoz: no era un adolescente cuando ya ganaba una fortuna por su entrañable papel en la serie que marcó a un generación. Pero sus padres le robarían el dinero. El público se burlaría de él. Y encontraría una muerte temprana -como se lo habían diagnosticado- y en el ostracismo que no pudo evitar
La sitcom Diff’rent Strokes se estrenó en 1978 en la cadena NBC. Cuatro años después llegaría a la Argentina como Blanco y negro, por la pantalla de Canal 13. Allí Gary, quien ya había acumulado cierta popularidad haciendo comerciales, interpretaba al adorable Arnold Jackson, un nene de comentarios ácidos que fruncía el ceño, miraba de costado y aumentaba el volumen de sus labios para pronunciar con voz gruesa: “¿De qué estás hablando, Willis?”.
Con ellos, Diff’rent Strokes sería un suceso en todo el planeta que se extendería por ocho años con niveles de audiencia siderales, brillando en el nacimiento de la década del 80. Los autores apuntalaron los guiones sobre Arnold, basados en lo que el personaje provocaba en el público, pero también, aprovechándose sin reparos de la apariencia constante del actor: mientras Willis y Kimberly iban transcurriendo su adolescencia, ese niño nunca crecía.
Esa cruel alegoría televisiva de Peter Pan tenía su origen en una enfermedad congénita del riñón que le había provocado nefritis. Por esa razón, además de las sesiones de diálisis, Gary recibió dos trasplantes: el primero a los cinco años y el segundo, a los 15, en pleno éxito de la sitcom. Para esa edad, Coleman ya era una leyenda del entretenimiento, de fama mundial: cobraba 100 mil dólares por capítulo y su protagonismo era tan grande que en varios países la sitcom se llamaba Arnold, el travieso, cuando no (como en Uruguay y España) simplemente Arnold.
Sucedió en 1986, con 189 capítulos al aire y un Gary de 18 años recién cumplidos que ya no era Arnold: no había manera de que siguiera sosteniendo aquel simpático rol. Y sin embargo, nunca dejaría de serlo a los ojos de los demás. De esta paradoja Coleman no lograría escapar jamás.
Los Simpson le dedicaron un episodio, aunque no a modo de homenaje ni reconocimiento. Repararon en el trabajo que había conseguido como guardia de seguridad en un parque y en un violento episodio que casi lo lleva a la cárcel: golpeó a una mujer que le había pedido un autógrafo. La causa se cerró con el pago de una multa. Los personajes amarillos de esa clásica familia de Estados Unidos creada por Matt Groening tomaron lo ocurrido para burlarse de Coleman. Desde sus hogares, millones de norteamericanos también rieron. No era la primera vez que lo hacían, tampoco sería la última.
Como si fuera una maldición del programa, Dana Plato y Todd Bridges -sus hermanos en el éxito- también lidiaron contra sus demonios, propios e impuestos. La vida de Dana concluiría trágicamente, demasiado rápido, mientras que Todd se convertiría en un sobreviviente. Coleman, por su parte, tentaría a la muerte con dos intentos de suicido.
A partir del final de Blanco y negro, Gary debió cargar la cruz de aquel sueño de su niñez. “Aunque amo la profesión, mi mayor arrepentimiento siempre será ser actor -confesaría, ya al borde de las cuatro décadas-. Si tuviera el tamaño y la edad, actuaría en películas de ciencia ficción, pero no doy el physique du rôle. Nunca me interesó ser leyenda ni una celebridad. Soy mortal”. Y es que a diferencia de otras estrellas de Hollywood, tuvo conciencia de su finitud desde aquel diagnóstico temprano.
Gary Wayne Coleman falleció el 28 de mayo de 2010 en Utah, luego de que una caída le provocara una hemorragia intracraneal. Tenía 42 años. Para entonces el público ya lo había condenado a un castigo quizá peor que el olvido. Porque lo recordaba, sí, pero con sorna antes que por las sonrisas que les había generado con Arnold. No le perdonaron que el artilugio de los guionistas -ser un niño eternamente- no se correspondiera con la realidad. La crueldad del entretenimiento a menudo excede a la propia industria.
Pero cada tanto la memoria de Gary encuentra revancha. Sucede cuando, en el zapping por algún canal de cable perdido o en el fragmento de un video subido a Instagram, es posible encontrarse con viejos episodios de Blanco y negro. Y entonces reír junto a Arnold, en vez de reírse de Coleman. De aquel hombre que de niño soñó a lo grande. Aunque el destino -por una enfermedad, por una ficción, por la industria, por el público- se empecinó en no dejarlo crecer.
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