El caso Tapia expone el derrumbe de los intocables y la crisis de nuestra religión civil. Entre sospechas, arbitrajes y un templo futbolero fatigado, el blindaje del poder se vuelve transparente. La jugada, por fin, entra en revisión.
En la Argentina casi todo se revisa varias veces. El precio del dólar, la suba de la nafta, la duración de la fila del súper, el saldo de la cuenta... Pero hay un territorio donde la revisión nunca llega. Ese espacio simbólico donde se toman decisiones que no pasan por un monitor, donde el reglamento es sugerencia y la moral se adapta según quién proteste más fuerte. Ese territorio es el fútbol. Y ahí, en esa cancha sin VAR, Claudio "Chiqui" Tapia vuelve a aparecer en el centro del campo. No como dirigente sino como un síntoma.
Nada sorprende. Ni el allanamiento a una financiera, ni las sospechas de desvío de fondos de la AFA, ni los rumores, ni las versiones de arbitrajes generosos con clubes amigos. Todo se percibe como parte de un efecto dominó anunciado. Una coreografía que venía temblando desde hacía rato. Lo interesante es el clima cultural y no tanto el contenido del escándalo en sí. La caída de los intocables, lo podríamos titular. Desde la política al sindicalismo, del sector privado al deportivo, la sociedad está cansada de que el detrás de escena siempre repita el mismo teatro de sombras. Y cuando la marea social se harta, hasta los gigantes empiezan a tambalear con pies de barro.
Tapia no siempre fue el villano de la liturgia futbolera. Entró por la ventana en 2017, después del terremoto post Grondona, una AFA intervenida, dirigentes cruzados en internas, herederos del viejo Don Julio en una guerra fratricida por la conducción del fútbol. Tapia, con su tono de barrio y su red de lealtades, parecía más el resultado de un acuerdo incómodo que un proyecto claro. Pero entonces llegó Qatar, ese golpe de suerte que la historia regala cada tanto. El 18 de diciembre de 2022, mientras Messi levantaba la copa, él se alzaba con una legitimidad inesperada. Era la foto más buscada del planeta. El dirigente que, sin patear una pelota, aparecía como garante inesperado del milagro.
Durante un tiempo esa imagen lo blindó. Lo elevó a una especie de rango sacro santo. Alguien que podía equivocarse porque tenía el aura de la gloria. Pero el problema con este tipo de "milagros" es que, cuando se los mira de cerca, emerge una verdad que incomoda: el fútbol argentino como una iglesia en cisma. Un templo populoso donde los dogmas se negocian en los entretelones da una financiera o en quintas con helicópteros, los excomulgados descienden penitentes en cada torneo y las indulgencias se distribuyen en forma de arbitrajes de baja calidad. Así los dirigentes del fútbol aparecen como sacerdotes de una fe deteriorada. Reparten perdones, administran penitencias, bendicen ascensos y maldicen descensos. Todo con una solemnidad que convivió durante décadas con prácticas que todos conocían, pero nadie denunciaba abiertamente, como si fueran parte inevitable de los concilios de la sede de Viamonte.
Sin embargo, algo cambió. La feligresía ya no cree. O, mejor dicho, cree, pero con fastidio. Las sospechas sobre premios del Mundial que no habrían sido repartidos, los ingresos que habrían pasado por atajos financieros, los clubes que "casualmente" se beneficiaban más seguido que otros. Todo eso funciona como una narrativa paralela que circula con más fuerza que las desmentidas. No importa si cada rumor es cierto, lo que importa es que el país está predispuesto a creerlo. Cuando la confianza se evapora, cualquier versión se vuelve verdad emocional.
Aquí entra la idea que sobrevuela esta época, el traje del dirigente ya no blinda, ahora se ha vuelto transparente. Lo que antes era armadura, el cargo, la chapa, la cercanía al poder, hoy funciona como vidriera. Y una vidriera no protege, expone. Las redes sociales, las filtraciones, el hincha que comenta desde su sillón con la seguridad de un panelista de TV, la multiplicación de voces que no orbitan la rosca dirigencial y se expresan sin filtros llegando a todos lados. Todo eso forma un ecosistema donde ya no alcanza con contactos o favores. El blindaje que la Copa del Mundo había construido alrededor de Tapia duró lo que duran los héroes en una sociedad hiperconectada.
Mientras tanto el fútbol, la religión civil que ordenó generaciones, se va deshilachando como una camiseta mal lavada. Suscripciones para ver los partidos, lista de espera eterna para una platea, canchas sin visitantes incluso en clásicos que deberían ser fiesta. Torneos fragmentados en siglas y etapas indescifrables. Copas que aparecen y desaparecen sin explicación. Clubes hundidos en deudas, planteles rotos, proyectos que duran menos que un verano. Y en el centro del templo, los fieles que sostienen la fe a pesar de todo, que van a la cancha, siguen al club, renuevan el pack fútbol, discuten y se gastan entre amigos. Son ellos los que quedan atrapados entre la pasión popular y la administración opaca.
Por eso el caso Tapia no es un caso indiferente. Es un reflejo de época. Tal vez lo que cae no es él sino la era de dirigentes que podían administrar sin escrutinio, sin transparencia, sin revisión. Quizás después de décadas en las que el fútbol funcionó como un reino autónomo llegó el momento en que alguien, no se sabe bien quién, pidió el VAR. No el tecnológico, sino el moral. No el que muestra si una pelota cruzó la línea, sino si el que revela que una institución cruzó la raya.
Y ahí estamos. Mirando el monitor desde afuera, sin saber si lo que viene es expulsión, amarilla o simplemente otro amague. Pero al menos, por primera vez en mucho tiempo, la jugada está siendo revisada.
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El ministro de Economía anticipó que el país emitirá nuevos títulos a cuatro años para pagar vencimientos. Ratificó el esquema cambiario y negó disidencias con el FMI.