Esto ahora está en manos de la Corte Suprema de Justicia, porque Cristina apeló la condena original de seis años y la inhabilitación perpetua para ejercer cargos público.
Parece que de a poco -muy de a poco-, la Justicia empieza a despertarse del letargo cuando se trata de Cristina Fernández de Kirchner. Esta semana, el procurador general interino de la Nación, Eduardo Casal, pidió agravar la condena que ya se le impuso en la causa "Vialidad", en la que fue encontrada culpable por haber favorecido con 51 contratos de obra pública al empresario Lázaro Báez. Sí, el mismo que empezó con una máquina y terminó con mansiones, estancias y hasta campos en el sur gracias al generoso bolsillo del Estado.
Casal no sólo ratificó lo que ya había dicho el Tribunal Oral Federal N°2 -que hubo administración fraudulenta en perjuicio de la administración pública-, sino que fue más allá: pidió que se la condene también por asociación ilícita, algo que el tribunal no había podido probar en primera instancia. ¿Qué implica esto? Que según el procurador, Cristina no sólo fue parte de una maniobra de corrupción, sino que la lideró. Que no era una mera espectadora, sino la jefa de una estructura montada para saquear al Estado.
Esto ahora está en manos de la Corte Suprema de Justicia, porque Cristina apeló la condena original de seis años y la inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos. El dictamen de Casal es una pieza clave en esa revisión, pero no es vinculante: la Corte puede seguirlo o no. Eso sí, suma presión.
Lo interesante es que esta causa no es la única. Tiene pendiente otras investigaciones por enriquecimiento ilícito, lavado de dinero, encubrimiento y más. Pero la causa Vialidad es la más simbólica, porque por primera vez una ex presidenta fue condenada por corrupción mientras aún conserva poder político. Perdón, tendría que ser una pregunta y no una afirmación.
¿Qué debería pasar ahora? Primero: que la Corte se tome su tiempo, sí, pero que falle con coraje y sin mirar encuestas. Que no tema a los escraches ni a los gritos desde el Instituto Patria. Segundo: que no se negocie impunidad a cambio de gobernabilidad. Porque ese fue siempre el juego perverso de Cristina: "me dan garantías judiciales, yo no armo lío político". Y así nos fue.
En un país con más del 50% de pobres, que una dirigente pueda volver a la escena política después de haber saqueado al Estado es una obscenidad. La lucha contra la corrupción no es solo una cuestión moral. Es económica, política y social. Porque cuando se roba desde el poder, no sólo se pierden millones: se pierde confianza, futuro y dignidad.
Si la Corte confirma la condena y agrava la pena, sería un hito. Pero no alcanza. Hay que garantizar que ningún dirigente corrupto -sea del signo político que sea- pueda volver a manejar fondos públicos. Que la justicia no llegue cuando el daño ya está hecho, sino antes, con prevención, control y sanción rápida.
Cristina se creyó intocable. Quizás llegó la hora de que descubra que, en democracia, nadie lo es.