Este lunes se cumple un aniversario de su nacimiento.
Esta es la historia de un hombre que prefirió los mapas de la miseria a los microscopios de la academia, y que terminó transformando el rostro de un país desde un consultorio que abarcaba toda la Argentina.
Hubo un tiempo en que Ramón Carrillo creía que el destino de un médico estaba entre las paredes blancas de un quirófano de élite. Nacido en Santiago del Estero en 1906, era el típico "niño prodigio": terminó la primaria rindiendo grados libres y a los 23 años ya tenía su diploma de médico en la UBA con medalla de oro. Su mente era una joya de la ciencia; viajó a Europa con una beca para estudiar con los mejores neurocirujanos del mundo. Al regresar, era una eminencia mundial en la estructura del cerebro.
El giro en su vida ocurrió de la manera más cruda. Durante su trabajo en el Hospital Militar, Carrillo comenzó a examinar a los jóvenes que llegaban para el servicio militar obligatorio. Lo que vio no estaba en sus libros de neurología: miles de muchachos de las provincias llegaban con los cuerpos vencidos por enfermedades que no deberían existir.
Vio jóvenes con dentaduras destrozadas por la desnutrición, pulmones minados por la tuberculosis y cuerpos debilitados por el paludismo. Allí comprendió que, por más que él fuera el mejor neurocirujano de Argentina, de nada servía operar un tumor si el paciente moría de hambre o por falta de agua potable a la semana siguiente.
Fue entonces cuando pronunció su frase más icónica, aquella que se convertiría en el credo de la salud pública argentina:
"Frente a las enfermedades que genera la miseria... los microbios, como causas de enfermedad, son unas pobres causas".
En 1946, su encuentro con Juan Domingo Perón selló su destino. Se convirtió en el primer Ministro de Salud de la Nación y decidió que el hospital no debía ser el lugar donde la gente iba a morir, sino la base donde la gente aprendía a vivir sana.
Carrillo no se quedó en un despacho. Se convirtió en un "arriero de la salud". Recorrió el país en trenes sanitarios, bajando en pueblos donde nunca se había visto un guardapolvo blanco. Su gestión fue un torbellino: en ocho años construyó 234 centros de salud.
¿Por qué hoy todos los hospitales llevan su nombre? Porque Carrillo no solo gestionó; él inventó la infraestructura sanitaria del país. Antes de él, la salud era beneficencia; con él, se convirtió en arquitectura. Levantó hospitales gigantescos, centros materno-infantiles y puestos sanitarios rurales. Prácticamente duplicó el número de camas de hospital en el país y logró una hazaña que parecía imposible: erradicó el paludismo en solo dos años, eliminando el mosquito de todo el norte argentino.
A pesar de su gloria científica y su entrega, el final de su vida fue amargo. En 1954, desgastado por internas políticas, renunció a su cargo. Al año siguiente, tras el golpe de Estado de la Revolución Libertadora, fue perseguido y sus bienes fueron confiscados bajo acusaciones falsas.
Exiliado y profundamente pobre, terminó sus días en Belém do Pará, Brasil, trabajando como médico para una compañía minera en medio de la selva. Murió de un derrame cerebral a los 50 años, lejos de su Santiago natal y de los hospitales que él mismo había fundado.
Hoy, cada vez que alguien entra a un hospital público que lleva su nombre, está entrando a la casa que Ramón Carrillo construyó. Un lugar donde, según sus palabras, el paciente no es un "número de cama", sino una persona con derecho a la dignidad.