Este viernes 19 de diciembre se cumple un nuevo aniversario de nacimiento.
En la rectoría de un pequeño pueblo rodeado de brezos y colinas grises, el viento no golpea las ventanas: las habita. Allí, bajo el cielo perpetuamente encapotado de Yorkshire, vivió una mujer que prefirió la compañía de los perros y los halcones a la de la sociedad victoriana. Su nombre era Emily Brontë, y aunque el mundo la conocería más tarde como una de las plumas más potentes de la literatura, ella se consideraba a sí misma una simple habitante de la soledad.
Hija de un clérigo de origen irlandés, Emily creció en un hogar donde la imaginación era el único refugio contra la mortalidad infantil y la rigidez de la época. Junto a sus hermanas Charlotte y Anne, y su hermano Branwell, creó mundos imaginarios enteros -como el reino de Gondal- plasmados en mapas diminutos y cuadernos cosidos a mano. Mientras otros niños jugaban en las calles de Haworth, los Brontë cartografiaban imperios en la mesa de la cocina.
A diferencia de su hermana Charlotte, que buscaba el reconocimiento y la expansión profesional, Emily sufría fuera de casa. Cada vez que intentaba integrarse al mundo -ya fuera como estudiante en Bruselas o como maestra- su salud se resentía. Su cuerpo parecía alimentarse del aire de los páramos; lejos de ellos, se marchitaba.
Quienes la conocieron la describían como una figura alta, desgarbada y de ojos penetrantes, que solía caminar kilómetros por la montaña acompañada de su fiel mastín, Keeper. Se decía que era capaz de amasar pan mientras leía a los clásicos y que poseía una fuerza física inusual, llegando a cauterizar ella misma una herida de perro rabioso con un hierro candente sin emitir un solo quejido. Ese temple, mezcla de estoicismo y ferocidad, fue el que volcó en su única novela.
En 1847, bajo el seudónimo masculino de Ellis Bell, publicó Cumbres Borrascosas. La crítica de la época quedó horrorizada. No entendían cómo una "dama" (o quien fuera que estuviese detrás del nombre) podía escribir sobre pasiones tan brutales, venganzas que cruzaban la tumba y personajes tan carentes de redención como Heathcliff y Catherine.
Para Emily, sin embargo, no era una historia de terror, sino de naturaleza. Ella entendía que el amor y el odio son fuerzas tan elementales como la tormenta que sacude los arbustos de Haworth. Su escritura no buscaba la moralidad, sino la verdad de los impulsos humanos más primarios.
La tragedia, que siempre había rondado la rectoría, se cobró su última cuota en 1848. Tras el funeral de su hermano Branwell, Emily contrajo un resfriado que rápidamente derivó en tuberculosis. Fiel a su carácter indómito, se negó a ver a un médico hasta el último día, prohibiendo a sus hermanas que la ayudaran a vestirse o a bajar las escaleras.
Murió en el sofá del salón, a los 30 años, dejando tras de sí un puñado de poemas magistrales y una novela que cambió la literatura para siempre. Emily Brontë nunca buscó la fama; le bastaba con el derecho a caminar sola por el páramo, fundiéndose con el paisaje que hoy, más de un siglo después, sigue susurrando su nombre cada vez que el viento sopla con fuerza sobre las rocas.