Disney siempre iba un paso más adelante. Cuando anunció que haría un largometraje animado, muchos lo bautizaron "la locura de Disney".
Walt Disney nunca se propuso cambiar el entretenimiento mundial; simplemente estaba convencido de que la imaginación podía tener un empleo a tiempo completo. Nacido en 1901 en Chicago y criado en los silencios rurales de Missouri, descubrió temprano que los lápices eran una forma de escapar y, al mismo tiempo, de crear mundos propios. De adolescente quiso ir a la guerra, mintió sobre su edad y terminó manejando ambulancias para la Cruz Roja en Francia, decoradas con dibujos que anunciaban, sin saberlo, su futuro.
De vuelta en Estados Unidos, se instaló en Kansas City y luego en Hollywood, donde comenzó una sucesión de intentos fallidos que hoy suenan heroicos: estudios que cerraban, contratos que no llegaban y personajes que le arrebataban otros productores. Pero Disney tenía esa obstinación rara de los que no imaginan otra vida posible. En 1928 creó a Mickey Mouse, y con él revolucionó la animación sonora. A partir de ese momento, la industria dejó de mirarlo con desconfianza para reconocerlo como el hombre que estaba inaugurando un nuevo lenguaje.
Sin embargo, Disney siempre iba un paso más adelante. Cuando anunció que haría un largometraje animado, muchos lo bautizaron "la locura de Disney". Él siguió, y en 1937 estrenó Blancanieves y los siete enanos, una película que no sólo rompió taquillas: instaló la idea de que la animación podía emocionar como cualquier gran historia. Le siguieron títulos que hoy habitan la memoria colectiva -Fantasía, Pinocho, Bambi- y que consolidaron su reputación de visionario.
En los años 50, mientras cualquier otro habría descansado sobre su imperio, Disney volvió a sorprender. Combinó televisión, parques temáticos y un concepto urbano adelantado a su época. Así nació Disneyland, en 1955, un experimento que mezclaba magia, ingeniería y narrativa. A partir de allí, su apellido dejó de ser sólo el de un artista: se transformó en un sinónimo de fantasía industrializada.
Walt Disney murió en 1966, pero para entonces ya había logrado lo que parecía imposible: convertir la imaginación en un negocio global sin perder la chispa infantil que lo impulsó desde esos primeros dibujos en Missouri. Su historia, contada mil veces, sigue teniendo la misma conclusión inevitable: nadie soñó tan grande, ni tan en serio, como él.