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Antes de 007: la fascinante historia del espionaje en la antigüedad

En un mundo sin teléfonos, sin cámaras ocultas y mucho menos micrófonos espía, los secretos ya movían ejércitos y decidían reinos

Jueves, 25 de Setiembre de 2025

En un mundo sin teléfonos, sin cámaras ocultas y mucho menos micrófonos espía, los secretos ya movían ejércitos y decidían reinos. El espionaje nació con la civilización misma, cuando los gobernantes entendieron que no bastaba con tener soldados: hacía falta alguien que escuchara en silencio, que viera lo que otros no podían ver y que regresara con la información clave.

En la antigua Mesopotamia, por ejemplo, los reyes enviaban a hombres comunes disfrazados de mercaderes. Nadie sospechaba de ellos mientras recorrían mercados y tabernas, pero su verdadera misión era anotar fortalezas, contar soldados y regresar con informes detallados. Eran los primeros James Bond de la historia, aunque sin trajes elegantes ni martinis en la mano.

En Egipto, los faraones desconfiaban tanto de los extranjeros como de sus propios cortesanos. Tenían una red de mensajeros y agentes capaces de detectar conspiraciones antes de que estallaran. Allí, entre papiros y templos, se inventaron códigos y claves que solo el faraón y su círculo cercano podían descifrar.

China llevó el espionaje al siguiente nivel. Sun Tzu, autor de El Arte de la Guerra, describió cinco tipos de espías: los que se infiltraban en el enemigo, los que traicionaban a su propio bando para pasar información, los que propagaban rumores falsos. Era un manual de inteligencia que hoy sigue siendo estudiado en academias militares de todo el mundo.

La India no se quedó atrás: el Arthashastra, un libro escrito hace más de dos mil años, hablaba de espías disfrazados de monjes, de bailarinas o de comerciantes ambulantes. Su tarea no solo era espiar, sino también manipular a la población para mantener el poder del rey.

En Grecia, los espartanos inventaron un sistema de cifrado llamado scytale: un mensaje escrito en una tira de cuero solo podía leerse correctamente al enrollarlo en un bastón del tamaño exacto. Quien lo interceptara sin la herramienta adecuada, veía solo un revoltijo de letras. Y Alejandro Magno, siempre un paso adelante, enviaba agentes secretos antes de cada campaña para conocer los ánimos de sus futuros súbditos y las debilidades de los ejércitos contrarios.

Los romanos perfeccionaron la idea. Crearon a los frumentarii, soldados que se convirtieron en espías imperiales. Viajaban de provincia en provincia con la excusa de recolectar suministros, pero en realidad eran los ojos y oídos del emperador. Sabían de rebeliones antes de que empezaran y de traiciones antes de que se anunciaran.

Así, entre tabernas, templos y campamentos militares, los primeros agentes secretos se ganaron un lugar en la historia. No tenían autos veloces ni relojes explosivos, pero sí algo igual de poderoso: la capacidad de escuchar en silencio y regresar con la verdad que podía salvar o destruir un imperio