Lejos de prevenir, los enfoques punitivos o biologicistas generan resistencia y se vuelven ineficaces frente a una etapa vital donde predomina la fantasía de inmortalidad.
Desde la sanción de la Ley de Educación Sexual Integral (ESI) en 2006, el abordaje de los consumos en la adolescencia se ha convertido en uno de los temas más debatidos en el ámbito escolar y en la agenda social. Tradicionalmente, tanto el sistema de salud como el educativo privilegiaron enfoques punitivos o biologicistas, centrados en el miedo a la sanción, la advertencia de la enfermedad o la moralización de las conductas.
Sin embargo, las estadísticas, la experiencia clínica y la propia voz de los jóvenes muestran que estos modelos resultan estériles: lejos de prevenir, generan resistencia y se vuelven ineficaces frente a una etapa vital donde predominan la fantasía de inmortalidad, la atracción por lo riesgoso y la necesidad de experimentar.
El consumo, muchas veces reducido a un momento de "descontrol" desde la mirada adulta, aparece en realidad como parte de rituales de pasaje significativos en la construcción de la identidad
Además, resulta crucial distinguir entre uso y consumo problemático: el uso puntual de una sustancia no equivale a adicción; el consumo se vuelve problemático cuando ocupa el lugar de la angustia, cuando deviene condición necesaria para sostener un vínculo o calmar un malestar intolerable. En esos casos, la sustancia deja de ser circunstancial y se convierte en obturación de la palabra, sustituto de un lazo roto. La Ley Nacional de Salud Mental recuerda que el abordaje debe ser colectivo: recuperar al sujeto social, reinscribir al joven en un entramado de vínculos, porque el consumo problemático genera soledad, y la salida exige reparar aquello que la sustancia fracturó.
Existen experiencias territoriales que encarnan este enfoque. El taller de cine Bardo del Bueno, coordinado por Martín Elsseser en el barrio Dorrego de González Catán, es un ejemplo paradigmático. Surgido como respuesta a adolescentes en tratamiento individual que no encontraban respuestas en dispositivos tradicionales -o bien en casos que culminaban en situaciones vinculadas al suicidio adolescente-, abrió en articulación con el equipo de salud un espacio artístico donde los jóvenes escriben guiones, filman, crean y reelaboran sus experiencias vitales. Allí, el cine se volvió herramienta de prevención inespecífica y de recomposición comunitaria, un modo de recuperar el lazo social que la sustancia había obturado.
Esta experiencia muestra que los consumos no pueden abordarse sólo desde la prohibición ni desde la lógica del miedo, sino a partir de prácticas que habiliten a los jóvenes a hablar, narrar, crear y reconstruir la pertenencia. En definitiva, la cuestión no es la sustancia en sí, sino el lugar que ocupa en la vida de cada joven.
Pensar en adolescentes, consumos y cuidados implica apostar por lazos colectivos, vínculos horizontales y pedagogías que acompañen los pasajes vitales sin criminalizarlos. Se trata de construir un horizonte donde la experimentación no derive en soledad, sino en comunidad; donde el cuidado deje de ser un mandato paternalista y se convierta en un acto colectivo, pedagógico y transformador.
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El hombre de 30 años fue acusado por lesiones leves.