Con la extrema cautela con que deben tomarse esta clase de sondeos, las principales tendencias de opinión pública de cara a las elecciones del año próximo sugieren un panorama desolador para el oficialismo. La peor noticia para el peronismo no es esa: la situación económica, de lejos la principal preocupación de los argentinos, se mantendrá igual de mal en el mejor de los casos. Al margen de las escasas buenas noticias que pueden esperarse de este giro pragmático que le imprimió el FDT a la gestión desde la llegada de Sergio Massa (“poco, mal y tarde”, sintetizaba en estos días un importante empresario que debió explicar en el exterior las correcciones que en la práctica ya se habían realizado en el marco del acuerdo con el FMI), los peores nubarrones vienen del exterior: la economía global se encamina a una inevitable recesión. La única duda es cuán dura y larga resultará.
El horizonte político y electoral luce supersombrío para un peronismo que hasta hace poco se jactaba de “perdonar todo menos una derrota”. Acostumbrado ahora a perder elecciones (de 2009 a la fecha solo ganó en 2011 y 2019, vale decir, un tercio de los comicios disputados), una victoria en las presidenciales de 2023 parece una quimera: revertir el actual escenario y buscar un triunfo supone casi un milagro e implicaría un cambio casi total de programa, narrativa y personal político. Lograr una mejora aunque sea parcial y aspirar a una derrota digna parecería ser la mejor hipótesis, aunque aun así harían falta ajustes importantes en esas tres dimensiones. De mantenerse los actuales parámetros, el FDT no solo perdería la presidencia, la Cámara de Diputados, asientos claves en el Senado (el futuro gobierno podría incluso manejarlo con aliados) y los cuatro distritos que están en manos de JxC: el riesgo se amplía hacia las provincias de Buenos Aires, Córdoba, Santa Fe, Entre Ríos, La Pampa, Chubut y podría haber incluso elecciones competitivas en Catamarca, Tucumán y hasta en San Luis.
Aunque esto pueda herir la autoestima de algunos precandidatos, JxC se alzaría con un triunfo más que contundente al margen de la integración de la fórmula. Según un estudio reciente de D’Alessio IROL-Berensztein, si las elecciones fuesen hoy el 44% de la ciudadanía se inclinaría por la principal coalición opositora, mientras que el 29% lo haría por el FDT. Proyectando indecisos y teniendo en cuenta los votos efectivos, la diferencia superaría el 17%: la peor derrota electoral del peronismo en toda su historia. Ni Luder en 1983 (12%) ni Duhalde en 1989 (10%) ni Scioli en 2015 (2%) experimentaron fracasos de semejante magnitud. Pero se trata de una especulación extrapolando datos de opinión pública a prácticamente un año del proceso electoral. En cualquier país tomarlos demasiado en serio sería imprudente. En el nuestro, donde el vértigo del día a día es feroz, la mesura debe ser aún mayor.
El peronismo enfrenta otros problemas que también carecen de antecedentes: no tiene candidatos competitivos, un liderazgo reconocido con capacidad para guiar sus destinos, un programa de gobierno acorde con las demandas de la ciudadanía, equipos eficaces de gestión para implementarlos ni una narrativa que le permita justificar hacia dónde quiere orientar el destino del país o explicar la paupérrima gestión entre 2005 y 2015 y de 2019 a la fecha. Pocos días antes de celebrarse otro 17 de octubre, la multiplicidad de actos expone con extraordinaria nitidez la gran fragmentación que padece este movimiento. Todas las convocatorias tienen, no obstante, un punto en común: no contarán con la presencia de Alberto Fernández.
La endeblez de la fuerza gobernante no se circunscribe al hecho de que formalmente su titular sea el presidente de la Nación, cuya agenda sugiere que trabaja apenas unas horas y en general de manera remota. El poder real está en manos de CFK y de Massa, que cuentan también con el apoyo de los gobernadores, materializado en la presencia de Juan Manzur como jefe de Gabinete de Ministros. Pero la relación de Cristina con el peronismo siempre fue conflictiva, al punto de que históricamente rechazó al aparato del PJ. Los gobernadores manejan su propia lógica, con el foco puesto en sus distritos y en maximizar la captación de recursos de un presupuesto que necesariamente se reducirá en términos reales. Y Massa, que había roto con la vicepresidenta y con el peronismo en 2013, todavía lidera el Frente Renovador, a diferencia de Alberto Fernández, que renunció a ParTE (Partido del Trabajo y la Equidad), que fundó en 2012 y que hoy tiene como titular al legislador porteño Claudio Ferreño.
El contexto eleccionario global alimenta la perplejidad del peronismo. Con la excepción de Emmanuel Macron en Francia, los oficialismos tienden a perder en casi todos lados, aun cuando hacen buenas elecciones, como ocurrió con Trump en EE.UU. o con Bolsonaro en Brasil. Si bien aún queda por verse qué ocurre en la segunda vuelta, su rival, Lula, quedó apenas a un punto y medio de asegurarse la presidencia. Hasta el clima parece estar confabulando: la sequía actual se asemeja a la que sufrió Macri en la campaña 2017-2018 y que precipitó la crisis cambiaria de abril de 2018 (iniciada en enero de ese año, cuando el mercado dejó de financiar al gobierno). Ya se perdió el 15% del trigo, y esto podría empeorar en las próximas semanas. El peronismo, acostumbrado al viento de cola, siente cómo esta vez la tormenta es dura y de frente.
Si JxC actuara de manera racional y coordinada ante la posibilidad de acumular semejante cuota de poder, la situación del oficialismo sería aún mucho peor. Pero no puede ni tal vez quiera desgastar al gobierno ni trabaja para hacer que pague los costos políticos de sus erráticas y tardías decisiones. La foto de esta semana de Patricia Bullrich y Gerardo Morales resultó sorpresiva y trajo algo de calma a quienes temen que no haya un esfuerzo conjunto suficiente si en efecto JxC es gobierno el año próximo en términos de conformar un equipo solvente, capaz y eficazmente liderado para implementar la compleja agenda de reformas que necesita el país para recuperarse. Es natural y hasta positivo que haya competencia por las candidaturas, pero el riesgo de fragmentación no es menor: sobrevuela en muchos de los diálogos y especulaciones que hacen los principales protagonistas.
¿Se va a resignar el peronismo a sufrir una derrota de tamañas dimensiones o va a reaccionar para al menos intentar pelear e idealmente revertir este inédito panorama? La jugada a la que aún algunos están apostando es una doble carambola: eliminar las PASO, para complejizar la selección de liderazgos en la oposición, y adelantar las elecciones presidenciales para intentar evitar que la crisis económica estalle antes de los comicios. No está claro que el FDT tenga apoyo suficiente en Diputados para semejante movida. Además, muchos gobernadores pensaban desdoblar elecciones para despegarse del desastre del Gobierno y dicho escenario desbarataría esa estrategia. Pero resulta tentador salir lo antes posible de esta experiencia desastrosa, dejar que la oposición se desgaste en el poder e intentar volver con alguna chance en 2027 o, quién sabe, incluso antes, si la Argentina entrara en una dinámica de crisis institucional. La otra alternativa implicaría un giro aún más pragmático y ortodoxo que el implementado hasta ahora: avanzar con un programa de estabilización serio que modifique las expectativas inflacionarias y le otorgue al peronismo algo de la competitividad electoral perdida. Esto requiere una cuota de liderazgo político y entereza que no está claro que el FDT esté en condiciones de proporcionar. Pero el precipicio de una catástrofe electoral puede ser un disuasivo lo suficientemente poderoso como para doblegar las resistencias ideológicas o personales.
La Nación