En el Congreso se va a discutir una reforma laboral impulsada por el Gobierno nacional. Y casi en simultáneo aparece otro proyecto, presentado por sectores de la oposición que gobernaron el país durante casi veinte años.
Acá se viene un debate que vale la pena mirar con atención. Porque cuando hablamos de reforma laboral en la Argentina, no estamos hablando de una ley más. Estamos hablando de cómo se trabaja, de cómo se contrata, de cómo se despide, de cómo se genera empleo. o de por qué no se genera.
En el Congreso se va a discutir una reforma laboral impulsada por el Gobierno nacional. Y casi en simultáneo aparece otro proyecto, presentado por sectores de la oposición que gobernaron el país durante casi veinte años. Y eso, de por sí, ya marca algo distinto. Porque durante todo ese tiempo, con mayorías propias, con poder político y con la lapicera en la mano, nunca avanzaron en cambios de fondo. Hoy, curiosamente, sí hay propuestas. Bienvenido sea el debate, aunque llegue tarde.
El proyecto del Gobierno va a fondo en una idea central: que contratar no sea un riesgo. Busca simplificar el esquema laboral, reducir la litigiosidad, modernizar convenios, dar más margen a las pymes y atacar un problema estructural: el miedo a tomar empleados. La apuesta es clara: menos rigidez, más empleo formal. Sus críticos dicen que puede debilitar derechos; sus defensores responden que sin trabajo no hay derechos que defender.
Del otro lado, el proyecto opositor se presenta como más "equilibrado". Habla de actualizar normas, de proteger el empleo registrado, de mejorar mecanismos de negociación colectiva y de combatir el trabajo en negro sin tocar -dicen- el corazón del sistema. El problema es que muchos se preguntan por qué esas ideas no aparecieron cuando eran gobierno, y por qué ahora parecen más una reacción que una convicción.
Lo interesante, y acá está lo esperanzador, es que por primera vez en mucho tiempo hay dos modelos sobre la mesa. Dos miradas distintas sobre un mismo problema que arrastramos hace décadas: un mercado laboral que expulsa, que informaliza y que deja afuera a millones.
Ahora, el desafío no es quién grita más fuerte ni quién se viraliza mejor en redes sociales. El desafío es que este nuevo Congreso esté a la altura. Que discuta en serio. Que escuche a trabajadores, a empresarios, a especialistas. Que mejore los proyectos, que corrija excesos, que encuentre puntos de contacto. Y que, sobre todo, deje de dar espectáculos penosos que sólo sirven para juntar likes.
Como periodista, no me interesa decirle al lector qué pensar, sino darle elementos para pensar mejor. Y el dato central es este: sin debate no hay democracia, y sin reformas inteligentes no hay futuro laboral posible. Ojalá esta vez el Congreso lo entienda. Porque la Argentina necesita menos acting y más inteligencia colectiva.