Analistas Por Nicolás Bottini

La Moral del Déficit: veto, leyes y la moral de la responsabilidad

En la política argentina, se enfrenta una disyuntiva ética entre la moral de la convicción y la de la responsabilidad. ¿Es justo prometer sin poder cumplir?

Jueves, 17 de Julio de 2025

En la Argentina, lo moral se ha vuelto una categoría peligrosa. Se invoca para defender causas nobles, como el aumento a jubilados aprobado en el Senado; para condenar gestos percibidos como crueles, como el ajuste tarifario; o para marcar con trazo grueso lo justo frente a lo injusto. Pero cada vez más, se convierte en un atajo: para evitar pensar, como cuando se vota una ley sabiendo que será vetada; o para eludir costos políticos, como al no discutir públicamente de dónde saldrán los fondos; o para silenciar una incomodidad tal como el impacto inflacionario de seguir ampliando el gasto sin una reforma fiscal que lo respalde.

Max Weber, en su célebre conferencia sobre la política como vocación, decía que existen dos formas de ética: la de la convicción, y la de la responsabilidad. La primera actúa desde los principios, sin importar las consecuencias. La segunda, desde las consecuencias, aunque eso implique transar con principios. En Argentina, esas dos morales no solo coexisten: se pisan, se cruzan, se acusan mutuamente de ser inmorales. Y ambas creen tener razón.

Es como un duelo moral entre dos espejismos: uno que se presenta como compasión, otro como responsabilidad. Por un lado, quienes piden aumentos, más recursos, más derechos, en nombre de la urgencia social. Por el otro, quienes se aferran a la necesidad del equilibrio fiscal como única forma de evitar el colapso futuro. No hay un terreno común: solo una neblina política donde todos dicen actuar por el bien común. Y el ciudadano -lector, votante, jubilado- queda en el medio, atrapado entre relatos que se anulan y emociones que no alcanzan a traducirse en soluciones reales.

El reciente debate en el Senado sobre los aumentos por ley y el posterior veto del Ejecutivo no es solo una disputa técnica o fiscal. Es, sobre todo, un conflicto moral. Pero no en el sentido en que suele presentarse. Porque mientras unos hablan de "ayudar a los que menos tienen", otros se atreven a preguntar: ¿de dónde va a salir el dinero? ¿Quién financia este nuevo gasto? ¿Y por qué seguimos celebrando decisiones que no sabemos si podemos sostener?

La narrativa dominante dice: "Es inmoral negar un aumento a jubilados, estudiantes, trabajadores precarizados". Pero esa frase, poderosa en lo emocional, oculta otra más inquietante: "Es irresponsable prometer sin tener". Y esa irresponsabilidad también es una forma de inmoralidad. No es menos grave. Solo es menos fotogénica.

Hay algo de inocencia performativa en esta forma de legislar: como si todavía creyéramos en la magia blanca del Estado proveedor, capaz de multiplicar los panes sin tocar el presupuesto. Una ilusión amable, pero peligrosa, donde el deseo de justicia social reemplaza la aritmética, y la contabilidad queda relegada al rincón oscuro de lo antipático. Pero el déficit no es un mito liberal: es una realidad concreta. Es menos Estado en otras áreas, es inflación futura, es deuda silenciosa. Cada peso que no se financia hoy se paga, tarde o temprano, con recorte, con emisión o con ajuste encubierto.

Entonces, ¿qué defendemos cuando defendemos una ley sin calcular su costo? ¿Una idea? ¿Una comodidad discursiva? ¿O una forma de hacer política que prefiere la épica de la intención al rigor de la consecuencia? Esa es la tensión que recorre todo este episodio: entre la ética de la intención y la ética de la responsabilidad. Dos morales que coexisten en la política argentina, que se superponen y que chocan. Y el veto, en este caso, aparece como un intento de trazar una línea, de marcar un límite, de ponerle un freno técnico -torpe o necesario- a una deriva que ya no es solo económica, sino también ética.

Porque detrás de los discursos hay movimientos: ¿los gobernadores, en nombre de sus provincias, presionan para estirar al máximo los recursos de la Nación, aun a costa del equilibrio fiscal? ¿La Vicepresidente que, en lugar de defender el principio fundacional del gobierno que integra -el compromiso con el superávit-, habilita la sesión, legitima con su firma un proyecto opositor? ¿Es fidelidad al cargo o traición al mandato? ¿Cumplimiento institucional o abandono político? En ese dilema, también se juega la tensión entre forma y fondo.

La Vicepresidente queda atrapada en un laberinto de contradicciones. A los ojos del Presidente, su gesto es una traición. Según ella, una forma de cuidar al pueblo. Y en sus intervenciones públicas y respuestas en redes sociales saca trapitos al sol.

Los gobernadores, mientras tanto, juegan su partida: saben que el caos tiene precio, y que su peso parlamentario es moneda de cambio. Negocian, presionan, venden apoyo a cambio de partidas: en nombre de sus provincias, sí, pero también en nombre de ese viejo grito rendidor de orgullo provincial. Donde se presentan como los últimos defensores de su gente frente a un gobierno central distante o abusivo. Y muchas veces esto se hace sin mencionar que, en sus propias provincias, el ajuste rara vez ocurre porque ni cierra en los números ni se retribuye en las urnas.

La oposición asiste al espectáculo con gesto compungido y colmillo afilado. Sabe que cada tropiezo del oficialismo es una oportunidad de desgaste. En este juego, donde todos se visten de virtud mientras calculan, la pregunta sigue siendo la misma: ¿puede haber compasión sin responsabilidad? ¿Y no será, acaso, más justo decir que no -cuando todavía se puede- que seguir diciendo que sí hasta que el sistema se quiebre?

No se trata de militar el ajuste, ni de celebrar la austeridad como virtud en sí misma. Se trata de una adultez política que hace tiempo esquivamos. La que sabe que todo derecho necesita respaldo, que todo gasto implica una renuncia, y que la verdadera ética política no está en prometer, sino en cumplir sin mentir.

Mientras tanto, seguimos votando leyes como quien reparte golosinas en una fiesta sin mirar el frasco. Y cuando el frasco se vacía, el costo no lo paga quien celebró la norma, sino el que la sufre en diferido. Es el ciudadano común, ese que transa su presente por una promesa y después no encuentra médico, paga con inflación, no accede a crédito. Es ahí donde la moral cambia de signo: lo que se presentó como un acto noble se revela como crueldad diferida.

La política argentina necesita una nueva ética. No la de la promesa grandilocuente, sino la de la coherencia humilde. La que prefiere decir: "Esto sí, esto no, esto más adelante". La que no confunde justicia con demagogia. Porque también hay algo profundamente injusto en regalar lo que no se tiene, por no decir que no. A veces vale la pena preguntarse si, en determinadas circunstancias, decir que no puede ser el acto más justo que se pueda hacer.