Un fallo judicial refleja una cultura política que no registra límites y gestiona el país como si fuera una fiesta sin resaca.
Un juez de Nueva York dictaminó que Argentina debe pagar miles de millones de dólares por la forma en que expropió YPF. No por expropiar -lo cual es legal-, sino por hacerlo sin respetar los mecanismos previstos. Como si se hubiera querido firmar un acto de soberanía sin pagar los costos. Como si bastara con declarar una gesta para ignorar los contratos y silenciar a los socios.
El fallo no es solo jurídico. Es una sombra que nos alcanza desde atrás. Es un boomerang institucional que vuelve desde un pasado reciente a recordarnos que las decisiones no se disuelven en el aire. Que el tiempo tiene memoria, aunque la política no.
En el centro de esta historia no está YPF, ni Repsol, ni Burford Capital. Está una cultura política -y quizá nacional- que no registra límites. Que cree que la voluntad reemplaza a la ley, la épica al procedimiento, y el deseo al contrato.
Lo que asoma con este juicio es la fábula de la cigarra. Esa criatura encantadora que canta despreocupada en verano mientras la hormiga acopia sin poesía. El inconveniente es que Argentina no juega el rol de cigarra como metáfora, sino como identidad. Es nuestro sistema operativo. Winter is coming, advertía la Casa Stark. Pero acá lo tomamos como un eslogan, una metáfora lejana, no como una advertencia.
Expropiar sin leer la letra chica. Anunciar con orgullo sin medir consecuencias. Prometer soluciones mágicas sin hoja de ruta. Pan para hoy, juicio para mañana. Y cuando llega el mañana -porque siempre llega- buscamos culpables, conspiraciones, tecnicismos. Todo para no enfrentar que hemos gestionado el país como si fuera una fiesta sin resaca.
Carl Jung decía que sacrificar el presente y posponer el placer inmediato por un bien mayor en el futuro es el primer paso hacia la adultez. Jordan Peterson lo repite con más marketing en sus Reglas para vivir: no hay madurez sin límites. Pero la política argentina parece haberse infantilizado. Como si gobernar fuera repartir caramelos y llorar cuando se terminan.
La infantilización no es solo una figura retórica. Es una estructura discursiva: se crean enemigos imaginarios, se simplifican dilemas, se evita el conflicto como si fuera una amenaza al ser nacional. El pueblo no puede frustrarse. El Estado debe ser un buen padre de algodón. Y quien señala un error es un traidor, un resentido o un aguafiestas.
Pero la política no es un jardín de infantes. O no debería serlo. Es, en el mejor de los casos, una cartografía para gestionar el conflicto, ordenar el tiempo y proyectar futuros posibles. Lo opuesto a vivir de gestos, slogans y escenas heroicas alejadas de la realidad.
El juicio por YPF es solo un síntoma. Podría haber sido otro: el dólar, la deuda, los subsidios, la inflación. Siempre hay un mañana que se cobra lo que ayer se quiso desconocer. No es ideología, es causa y efecto. Todo acto político tiene consecuencias. Incluso las decisiones improvisadas.
Lo trágico no es perder un juicio. Es no aprender nada. Porque el patrón se repite. Como si la cigarra hubiera fundado una escuela para abonar una pedagogía nacional con políticos que premian la improvisación, economías que sobreviven con rebusques y discursos grandilocuentes que no toman en cuenta el paso del tiempo.
Así seguimos: hipotecando futuro para rescatar presente. Endeudándonos con el tiempo. Cantando mientras cae la nieve. En un país donde planificar es de tibios, renunciar es de traidores, y pensar en el largo plazo es cosa de suizos.
Tal vez haya que recuperar lo más adulto de la política: la capacidad de decir "hasta acá llegaste" (pero esta vez con verdadera convicción). De leer la letra chica. De pensar más allá del ciclo electoral. De dejar de bailar en la cubierta del Titanic y, aunque sea, guardar una semilla antes de que llegue otro invierno. Porque winter is coming, aunque sigamos actuando como si todo esto fuera tan solo una fábula.