Milei no es suave, no es diplomático, no le pone azúcar a los discursos.
Todavía hay mucha gente que no lo entiende. Lo ven gritar, agitarse, señalar con el dedo, incomodar, y se horrorizan. Algunos no pueden soportar que alguien así ocupe la presidencia. Pero es que Javier Milei no es un político como los que conocíamos. Y tampoco vino a disfrazarse de uno. No le interesa el libreto clásico de la política, ese que ya vimos mil veces y que casi siempre terminó igual: promesas vacías, acomodos, y chamuyo elegante.
Milei no es suave, no es diplomático, no le pone azúcar a los discursos. No se maneja con esa sonrisa estudiada ni con los silencios que esconden tratos por atrás. Dice lo que piensa, a veces con exceso, a veces con brutalidad, pero siempre con una lógica muy clara: no vino a ser parte del decorado, vino a romperlo.
Y eso le cuesta críticas, rechazos, ataques. Claro, porque su forma de comunicar es disruptiva. Pero el fondo, lo que está haciendo, está alineado con lo que prometió. No hay doble cara. No hay campaña de una cosa y gobierno de otra. Es el mismo tipo que vimos con la motosierra, ahora sentado en el sillón presidencial.
El que esperaba un Milei más moderado, más "institucional", más pulido, se equivocó de expectativa. Él no se va a transformar en lo que el sistema espera. Porque si hiciera eso, perdería lo único que lo hace diferente: la autenticidad. No es lo mismo hablar de cambio desde un eslogan que empujar ese cambio a fuerza de decisiones impopulares.
Sí, se manda exabruptos. Sí, a veces reacciona más como un tuitero que como un jefe de Estado. Pero también es cierto que no reparte cargos por amiguismo, no arma roscas para sostenerse, y no se ata a lo políticamente correcto sólo para mantener la calma.
La incomodidad que genera es parte del proceso. Porque cambiar una estructura oxidada no se hace con buenos modales ni con discursos tibios. Se hace empujando, chocando y avanzando aunque duela. Por eso, muchos que antes ni lo registraban, hoy lo bancan. Porque lo ven parado en el mismo lugar desde el día uno.
No es el presidente que habla para agradar. Es el que habla para dejar claro que el tiempo de las excusas ya pasó. Y eso, guste o no, lo convierte en una rareza dentro de un sistema que se acostumbró a girar siempre sobre sí mismo.