Tenía 76 años y los médicos certificaron su fallecimiento en el hospital de Babahoyo, Ecuador, en junio del 2023. La mujer volvió al centro de salud y recién falleció una semana después
En la funeraria de Babahoyo, un pueblo húmedo y caluroso de Ecuador, el silencio tenía peso propio. Los murmullos se mezclaban con los rezos mientras la familia rodeaba el ataúd lustrado donde yacía Bella Montoya, una mujer de 76 años que había muerto -o al menos eso creían- después de sufrir un accidente cerebrovascular. Las flores, el sudario, el llanto resignado: todo estaba dispuesto para despedirla.
Hasta que un sonido imposible quebró la ceremonia.
Un golpe seco. Después, otro. Como si la madera respirara.
Por un momento nadie entendió. Luego, el terror:
-¡Abran el cajón! -gritó un familiar.
La tapa cedió y la escena se volvió irreal. Allí estaba Bella, con la mirada perdida, luchando por aire, viva. Varios retrocedieron entre gritos. Otros lloraron sin saber si agradecían o temían lo que estaban presenciando. Esa noche de junio de 2023, en un velorio destinado a ser uno más, la muerte había perdido una batalla.
La historia se había iniciado horas antes, en el hospital Martín Icaza. El diagnóstico había sido contundente: el cuerpo de Bella no respondía, no había signos vitales, no reaccionaba a estímulos. El médico firmó el acta de defunción casi con la misma rapidez con que la entregó a su hijo, Bryan.
-Fue tan frío. tan rápido -recordaría después él-. Me dieron el papel y nada más.
La familia preparó el velorio sin imaginar lo que vendría. Nadie habló de milagros. Tampoco de dudas. Solo había pena, cansancio y esa extraña quietud que sigue a la muerte.
Hasta que la muerte, simplemente, no fue.
Porque Bella respiró. Movió el pecho. Llamó a la vida desde un cajón cerrado.
Las imágenes del "regreso" de Bella se viralizaron de inmediato: los presentes la filmaron aturdida, apoyada en una camilla, con el cuerpo todavía rígido pero luchando por volver. El hospital la recibió otra vez en un torbellino de cámaras, ambulancias y explicaciones confusas. Los médicos balbuceaban términos que no calmaban a nadie: posible catalepsia, errores diagnósticos, fallas en los protocolos.
El Ministerio de Salud abrió una investigación. La firma en el acta de defunción se volvió un símbolo del escándalo. ¿Cómo podía una mujer declarada muerta despertar horas después sin daño visible? ¿Quién había fallado? ¿Qué se había omitido?
En los pasillos, su hijo repetía una frase que se volvió titular:
-Yo la toqué, estaba tibia. No puedo explicar lo que sentí cuando abrió los ojos.
Bella, desde la cama del hospital, respiraba por sí misma. No hablaba. No entendía del todo. Pero estaba ahí. Una semana antes había sido entregada a una funeraria; ahora se movía lentamente bajo una luz blanca y clínica, como si la vida le hubiera dado un segundo permiso.
La segunda oportunidad de Bella duró solo siete días. Una semana más tarde, volvió a morir, esta vez definitivamente. Pero su caso ya había trascendido cualquier frontera: se convirtió en símbolo, en advertencia, en misterio médico.
En la misa del domingo siguiente, el sacerdote del pueblo habló de ella con voz grave. Dijo que lo ocurrido debía ser una lección sobre la dignidad humana y el valor de los rituales que acompañan la muerte. Pero también, aunque no lo dijo explícitamente, sobre la fragilidad de los diagnósticos y el poder insondable de la vida cuando decide no rendirse.
Entre ambas muertes, tuvo un momento único: volvió cuando todos la habían llorado. Y dejó al mundo preguntándose cuántos golpes pueden escucharse desde un cajón antes de que la ciencia acepte que todavía no lo sabe todo.