En 2009 falleció dejando un auténtico legado en el país.
Dicen que en las casas donde hay libros y guitarras, los silencios suenan distinto. En la de Félix Luna, el silencio nunca duró demasiado: siempre había una melodía, una charla, una idea dando vueltas.
Nació en Buenos Aires, pero su corazón siempre tuvo ritmo de provincia. Era hijo de riojanos y nieto de un caudillo, así que la historia le corría por las venas antes de que aprendiera a leerla. Cuando otros chicos jugaban a la pelota, él se quedaba escuchando los relatos familiares sobre Facundo, sobre los montoneros, sobre ese país que todavía no terminaba de encontrarse.
Estudió Derecho, pero el juicio que más le interesaba era el del tiempo: ¿cómo había llegado la Argentina a ser lo que era? ¿Qué quedaba de los sueños de aquellos hombres del siglo XIX? Así empezó a escribir historia -primero con rigor académico, después con alma de narrador- y a acercarla al pueblo, no desde los libros polvorientos, sino desde la radio, las revistas y la televisión.
Pero Félix tenía otra pasión secreta: la música. Cuando conoció a Ariel Ramírez, nació una dupla que cambió para siempre la manera en que los argentinos escuchaban su pasado. De esa unión salieron Mujeres argentinas y Cantata Sudamericana, obras que transformaron nombres como Alfonsina, Juana Azurduy o Dorotea en canciones inmortales.
Luna creía que la historia debía emocionarte, no solo informarte. Que no bastaba con saber las fechas: había que sentirlas. Por eso, cuando escribía sobre Yrigoyen, sobre los caudillos o sobre el 25 de mayo, lo hacía como quien escribe una carta a un viejo amigo.
Murió en 2009, dejando detrás de sí una obra inmensa y una lección sencilla: la historia no está hecha de próceres de mármol, sino de personas de carne, música y memoria.